SOY EL PULMÓN DE JUAN
Ustedes
conocen muchas personas semejantes a Juan. Él tiene 47 años, es próspero y vive
feliz con su esposa. Yo soy su pulmón derecho y me corresponde el privilegio de
hablar porque soy algo más grande que mi compañero, situado en el lado
izquierdo del tórax. Tengo tres lóbulos separados mientras que el otro tiene
solo dos. Juan se llevaría una sorpresa si me viera, pues piensa que soy una
especie de vejiga vacía de color rosa que cuelga dentro del tórax.
Pero no estoy vacío, si me cortaran presento el aspecto de una esponja para baño y mi color no es rosado . Lo fue cuando Juan fue pequeño. En la actualidad, después de haber consumido un cuarto de millón de cigarrillos y de haberme inflado unos quinientos millones de veces en la contaminada atmósfera de las ciudades , tengo un feo color gris moteado de negro. Peso alrededor de medio kilo.
Como no tengo músculos desempeño un papel pasivo en la respiración. Hay un vacío parcial en mi compartimento; por consiguiente cuando se dilata el tórax de Juan , me dilato yo. Cuando él exhala, yo me desinflo. Se trata simplemente de un mecanismo de retroceso. Si llegara a ocurrir que la pared del tórax se perforara en un accidente, el vacío parcial dejaría de existir y yo quedaría colgando lacio, sin trabajar hasta que se sanara la herida y se volviera a hacer el vacío.
Los órganos más importantes de Juan, sobre todo el corazón, funcionan por control automático. Lo mismo ocurre conmigo, la mayor parte del tiempo, aunque también estoy sujeto al control voluntario de mi amo. De niño, cuando Juan hacía berrinches, en ocasiones contenía la respiración hasta ponerse un poco morado. Su madre se preocupaba aunque sin razón, pues mucho ante que sufriera verdaderos perjuicios, la respiración automática se habría hecho cargo y el pequeño habría comenzado a respirar, aunque no quisiera. La acción automática de mis funciones respiratorias está regulada por el bulbo raquídeo y otros centros cerebrales, el cual detecta de manera instantánea el oxígeno y las descargas de deshechos de anhídrido carbónico. Si la acidez aumenta demasiado, como ocurre cuando Juan hace un ejercicio enérgico, el centro de control me ordena que también haga más profunda la respiración: es lo que llamamos el segundo aliento.
Cuando Juan está sentado necesita unos 16 litros de aire cada minuto; en la marcha, necesita unos 24; en la carrera, unos 50 litros y recostado tranquilamente en una cama sólo 8 litros. El aire que necesito me debe llegar más o menos húmedo y cálido. Para producir ese aire, en el trayecto de unos cuantos cm, se requiere todo un complicado sistema, sobre todo las glándulas que producen mucus en la nariz y garganta, que producen hasta medio litro de secreción diaria para humedecer el aire que respiro. En los días fríos los vasos sanguíneos de las mucosas se encargan de calentar el aire.
Hay una lista interminable de cosas que me pueden causar dificultades. Cada día Juan inhala toda clase de bacterias y virus. La lizosima, es una poderosa enzima presente en la nariz y garganta que detiene estos microbios y los destruye. En mis conductos existen los fagocitos que vigilan a los invasores y los engullen.
Desde luego el aire contaminado es mi peor enemigo. Los demás órganos, viven protegidos; sin embargo para las consecuencias reales, daría lo mismo que yo estuviese fuera del cuerpo de Juan, expuesto a los peligros del ambiente y sus impurezas. Aunque no lo parezca soy muy delicado y es asombroso que pueda sobrevivir obligado como estoy a sufrir la presencia de compuestos como el anhídrido sulfuroso, el benzopireno, el plomo, el bióxido de nitrógeno, etc. La labor de limpieza mayor la llevan a cabo los cilios, pelillos microscópicos que cubren, en cantidad de decenas de millones, todos mis conductos respiratorios. Como trigo al viento, los cilios se agitan hacia atrás y adelante cerca de doce veces por segundo. Moviéndose hacia arriba, empujan los desechos hacia la garganta, donde pueden ser deglutidos por Juan.
Si Juan pudiera observar mis cilios al microscopio, vería que cuando se les arroja humo de cigarrillo o aire muy contaminado, dejan de agitarse y se paralizan durante algún tiempo. De continuar esta irritación por un periodo largo los cilios se debilitan y mueren, sin que los puedan remplazar.
A los treinta años de fumador, Juan ha perdido casi todos los cilios, y las membranas de los conductos que segregan materia mucosa han aumentado tres veces su espesor normal. Él no lo sabe, pero corre el peligro de sofocarse. Si cae en mis sacos de aire demasiada materia mucosa, la respiración cesa tal como si hubieran penetrado en los pulmones varios litros de agua. Lo único que lo salva de ese riesgo es su ruidosa tos de fumador que ha pasado a suplir la función de los cilios. Juan debe tener presente que este es el único mecanismo de limpieza que me queda y deberá guardarse de tomar medicamentos para combatir la tos.
La mayor parte del tiempo Juan me exige que inhale verdaderos desperdicios. Algunas partículas obstruyen mis conductos más pequeños y otras queman mis tejidos. Las frágiles paredes de mis alvéolos pierden elasticidad y no se desinflan como es debido cuando exhalo. El CO2 queda retenido en los alvéolos, que dejan de proporcionar O2 a la sangre y de tomar los deshechos de CO2. Así sobreviene el enfisema pulmonar, espantoso padecimiento en que cada respiración constituye una lucha para sobrevivir.
Aunque Juan no lo sabe, varios millones de alvéolos míos se hallan en esta situación. Como su capacidad pulmonar es unas 8 veces mayor de lo que necesita para el trabajo sedentario, todavía le queda una reserva suficiente. De esta manera lo estoy poniendo sobre aviso.
Lo más importante, desde luego, es que Juan deje de fumar. Pero si es incapaz de renunciar al cigarrillo, puede ayudarme por otros medios. Existe una pequeña máquina de carbón activado que hace circular el aire y absorbe las substancias químicas que atacan mis tejidos. Si él colocara una en su alcoba y otra en su oficina, yo tendría dieciséis horas de protección cada día.
También le aconsejo que haga más ejercicio y observe un régimen de alimentación más adecuado. El ejercicio me obliga a respirar con mayor profundidad y eso es muy conveniente. En condiciones normales la mejor manera de respirar es hacerlo profundamente. Juan podría practicar la respiración abdominal como lo hacen los cantantes de ópera, que consiste en no inflar el tórax y en dejar caer el diafragma. De este modo el aire penetra hasta el fondo de mis alvéolos.
Además sería útil que Juan empleara en mí ciertos hábitos de limpieza. Que abra la boca y exhale todo el aire que pueda. Luego que frunza los labios y sople: todavía le quedará bastante aire. Si lo hiciera fumando, observaría algo que debería hacerlo reflexionar: de sus labios fruncidos saldría humo que en condiciones normales, quedaría encerrado , estancándose en el interior.
Todo se resume en lo siguiente: En su mayoría los órganos vecinos míos pueden soportar sin quejas un trato muy rudo. Por desgracia este no es mi caso. La naturaleza no me ha dotado de todos los medios de protección que necesito para vivir en el mundo de hoy. Por eso han adquirido proporciones de epidemia una serie de enfermedades de los pulmones. ¡Presta atención Juan!
Tomado de J.D.Ratcliff, Selecciones del Readers's Digest, Abril 1983
Pero no estoy vacío, si me cortaran presento el aspecto de una esponja para baño y mi color no es rosado . Lo fue cuando Juan fue pequeño. En la actualidad, después de haber consumido un cuarto de millón de cigarrillos y de haberme inflado unos quinientos millones de veces en la contaminada atmósfera de las ciudades , tengo un feo color gris moteado de negro. Peso alrededor de medio kilo.
Como no tengo músculos desempeño un papel pasivo en la respiración. Hay un vacío parcial en mi compartimento; por consiguiente cuando se dilata el tórax de Juan , me dilato yo. Cuando él exhala, yo me desinflo. Se trata simplemente de un mecanismo de retroceso. Si llegara a ocurrir que la pared del tórax se perforara en un accidente, el vacío parcial dejaría de existir y yo quedaría colgando lacio, sin trabajar hasta que se sanara la herida y se volviera a hacer el vacío.
Los órganos más importantes de Juan, sobre todo el corazón, funcionan por control automático. Lo mismo ocurre conmigo, la mayor parte del tiempo, aunque también estoy sujeto al control voluntario de mi amo. De niño, cuando Juan hacía berrinches, en ocasiones contenía la respiración hasta ponerse un poco morado. Su madre se preocupaba aunque sin razón, pues mucho ante que sufriera verdaderos perjuicios, la respiración automática se habría hecho cargo y el pequeño habría comenzado a respirar, aunque no quisiera. La acción automática de mis funciones respiratorias está regulada por el bulbo raquídeo y otros centros cerebrales, el cual detecta de manera instantánea el oxígeno y las descargas de deshechos de anhídrido carbónico. Si la acidez aumenta demasiado, como ocurre cuando Juan hace un ejercicio enérgico, el centro de control me ordena que también haga más profunda la respiración: es lo que llamamos el segundo aliento.
Cuando Juan está sentado necesita unos 16 litros de aire cada minuto; en la marcha, necesita unos 24; en la carrera, unos 50 litros y recostado tranquilamente en una cama sólo 8 litros. El aire que necesito me debe llegar más o menos húmedo y cálido. Para producir ese aire, en el trayecto de unos cuantos cm, se requiere todo un complicado sistema, sobre todo las glándulas que producen mucus en la nariz y garganta, que producen hasta medio litro de secreción diaria para humedecer el aire que respiro. En los días fríos los vasos sanguíneos de las mucosas se encargan de calentar el aire.
Hay una lista interminable de cosas que me pueden causar dificultades. Cada día Juan inhala toda clase de bacterias y virus. La lizosima, es una poderosa enzima presente en la nariz y garganta que detiene estos microbios y los destruye. En mis conductos existen los fagocitos que vigilan a los invasores y los engullen.
Desde luego el aire contaminado es mi peor enemigo. Los demás órganos, viven protegidos; sin embargo para las consecuencias reales, daría lo mismo que yo estuviese fuera del cuerpo de Juan, expuesto a los peligros del ambiente y sus impurezas. Aunque no lo parezca soy muy delicado y es asombroso que pueda sobrevivir obligado como estoy a sufrir la presencia de compuestos como el anhídrido sulfuroso, el benzopireno, el plomo, el bióxido de nitrógeno, etc. La labor de limpieza mayor la llevan a cabo los cilios, pelillos microscópicos que cubren, en cantidad de decenas de millones, todos mis conductos respiratorios. Como trigo al viento, los cilios se agitan hacia atrás y adelante cerca de doce veces por segundo. Moviéndose hacia arriba, empujan los desechos hacia la garganta, donde pueden ser deglutidos por Juan.
Si Juan pudiera observar mis cilios al microscopio, vería que cuando se les arroja humo de cigarrillo o aire muy contaminado, dejan de agitarse y se paralizan durante algún tiempo. De continuar esta irritación por un periodo largo los cilios se debilitan y mueren, sin que los puedan remplazar.
A los treinta años de fumador, Juan ha perdido casi todos los cilios, y las membranas de los conductos que segregan materia mucosa han aumentado tres veces su espesor normal. Él no lo sabe, pero corre el peligro de sofocarse. Si cae en mis sacos de aire demasiada materia mucosa, la respiración cesa tal como si hubieran penetrado en los pulmones varios litros de agua. Lo único que lo salva de ese riesgo es su ruidosa tos de fumador que ha pasado a suplir la función de los cilios. Juan debe tener presente que este es el único mecanismo de limpieza que me queda y deberá guardarse de tomar medicamentos para combatir la tos.
La mayor parte del tiempo Juan me exige que inhale verdaderos desperdicios. Algunas partículas obstruyen mis conductos más pequeños y otras queman mis tejidos. Las frágiles paredes de mis alvéolos pierden elasticidad y no se desinflan como es debido cuando exhalo. El CO2 queda retenido en los alvéolos, que dejan de proporcionar O2 a la sangre y de tomar los deshechos de CO2. Así sobreviene el enfisema pulmonar, espantoso padecimiento en que cada respiración constituye una lucha para sobrevivir.
Aunque Juan no lo sabe, varios millones de alvéolos míos se hallan en esta situación. Como su capacidad pulmonar es unas 8 veces mayor de lo que necesita para el trabajo sedentario, todavía le queda una reserva suficiente. De esta manera lo estoy poniendo sobre aviso.
Lo más importante, desde luego, es que Juan deje de fumar. Pero si es incapaz de renunciar al cigarrillo, puede ayudarme por otros medios. Existe una pequeña máquina de carbón activado que hace circular el aire y absorbe las substancias químicas que atacan mis tejidos. Si él colocara una en su alcoba y otra en su oficina, yo tendría dieciséis horas de protección cada día.
También le aconsejo que haga más ejercicio y observe un régimen de alimentación más adecuado. El ejercicio me obliga a respirar con mayor profundidad y eso es muy conveniente. En condiciones normales la mejor manera de respirar es hacerlo profundamente. Juan podría practicar la respiración abdominal como lo hacen los cantantes de ópera, que consiste en no inflar el tórax y en dejar caer el diafragma. De este modo el aire penetra hasta el fondo de mis alvéolos.
Además sería útil que Juan empleara en mí ciertos hábitos de limpieza. Que abra la boca y exhale todo el aire que pueda. Luego que frunza los labios y sople: todavía le quedará bastante aire. Si lo hiciera fumando, observaría algo que debería hacerlo reflexionar: de sus labios fruncidos saldría humo que en condiciones normales, quedaría encerrado , estancándose en el interior.
Todo se resume en lo siguiente: En su mayoría los órganos vecinos míos pueden soportar sin quejas un trato muy rudo. Por desgracia este no es mi caso. La naturaleza no me ha dotado de todos los medios de protección que necesito para vivir en el mundo de hoy. Por eso han adquirido proporciones de epidemia una serie de enfermedades de los pulmones. ¡Presta atención Juan!
Tomado de J.D.Ratcliff, Selecciones del Readers's Digest, Abril 1983
SOY EL INTESTINO DELGADO DE JUAN
Cierto que a veces me quejo, pero ¿acaso no tengo derecho? Juan no hace más que comer (¡y hay que ver lo que come!), mientras yo soy el que trabaja.
Soy el patito feo de la anatomía de Juan. Otros órganos se hacen notar mucho menos que yo. Siempre estoy recordándole a Juan que existo: con ruidos que lo incomodan, cólicos, excesos de actividad algunas veces y pereza en otras. Soy el tracto intestinal y mido ocho metros de longitud.
Juan tiene una idea vaga de mi; piensa que soy un tubo enrollado dentro de su cuerpo. Pero soy mucho más que eso. Preferiría que me describieran como una complicada fábrica transformadora de alimentos. Juan cree que me alimenta, pero soy yo en realidad quien lo alimenta a él. Casi todo lo que come le resultaría tan mortífero como el veneno de una víbora si pasara directamente a su corriente sanguínea. Yo hago aceptables los alimentos, los transformo en componentes normales de su sangre: en nutrimentos para los billones de células, en energía para sus músculos. Convierto el tocino frito de su desayuno en ácidos grasos y glicerina. Transformo las proteínas de la chuleta de carnero en aminoácidos. Cambio en glucosa los carbohidratos de su puré de papas. Sin mis poderes químicos, Juan se moriría de inanición aunque comiera hasta la saciedad.
Con excepción de la celulosa (de las cáscaras de nuez, de los tallos de apio, etc), digiero virtualmente todo lo que Juan come y lo paso en seguida a sucorriente sanguínea o linfática. Mis desperdicios finales están en parte compuestos de millones de bacterias muertas, de moco lubricante que he segregado y de restos de alimentos que no puedo absorber.
Mi estructura está maravillosamente adaptada a los procesos de la digestión. En primer término, junto al estómago está mi duodeno, que mide veinticinco centímetros de largo, le sigue mi yeyuno, con casi dos metros y medio de longitud y un diámetro de cuatro centímetros, luego, tres metros y medio de íleon, que es un poco más delgado y por último, metro y medio de intestino grueso. Mi porción superior está casi totalmente libre de microbios, pues los fuertes ácidos del estómago los matan a casi todos. Mi porción inferior, el intestino grueso, aloja un verdadero parque zoológico microbiano, con más de cincuenta variedades y un contingente total que llega a billones de bacterias.
Es bien sabido que la digestión empieza en la boca y en el estómago la boca muele, el estómago bate y revuelve. Desde el estómago me pasa un chorro de alimento a través de una válvula o compuerta. Un vaso de agua puede llegarme a los diez minutos de beberla, pero una chuleta de cerdo acaso tarde cuatro horas. El alimento que el estómago me pasa es muy ácido, si me llegara de repente o en cantidad excesiva, dañaría mi recubrimiento interior y neutralizaría la acción de mis importantísimas enzimas digestivas.
El problema del ácido lo resuelvo bastante bien. Mi duodeno produce una sustancia llamada secretina, que entra en la corriente sanguínea de Juan y estimula al páncreas para que produzca instantáneamente su alcalino jugo digestivo. Este jugo (alrededor de un litro al día) se vierte dentro del duodeno y neutraliza los ácidos. Si este proceso fallara, Juan sufriría lo que él le llama una úlcera del “estómago”. (En realidad, el 75% de las úlceras de este tipo se presentan en el duodeno). El jugo pancreático contiene también tres enzimas principales que desintegran las proteínas, las grasas y los carbohidratos para formar los sillares de la construcción orgánica.
Hay otros fluidos que constantemente se vierten dentro de mí y que tienen diferentes orígenes: dos litros de saliva al día, tres litros de jugo gástrico que proviene del estómago; bilis procedente del hígado (que desintegra los glóbulos grandes de grasa, convirtiéndolos en muchas gotitas más pequeñas, para que puedan actuar sobre ellas las enzimas pancreáticas), y dos litros de jugo intestinal que vienen de innumerables glándulas. En total ¡casi ocho litros!.
A simple vista, las tres proporciones del intestino delgado tiene el interior de aspecto aterciopelado. Sin embargo, el microscopio revela intrincados dobleces, cavidades y protuberancias. Si mi pared interior fuera totalmente lisa, tendría solamente medio metro cuadrado de superficie absorbente; pero en realidad tiene más de ocho metros cuadrados. Quizá mis componentes más importantes sonlos millones de vellosidades (proyecciones microscópicas en forma de dedos que salen de mis paredes). Su función es tomar de mi interior el alimento ya digerido y ponerlo en circulación par que llegue a todo el cuerpo de Juan (las proteínas y los carbohidratos, por su corriente sanguínea; las grasas por su sistema linfático).
En toda su longitud, mis paredes están recubiertas de complicados grupos de músculos. Un grupo produce un movimiento de oscilación (mi unión con la pared del abdomen es muy laxa) que bate el alimento con sus jugos digestivos. Cuando estoy trabajando, hago de diez a quince de estos movimientos por minuto. Otro grupo muscular produce una acción ondulante; las ondas hacen avanzar varios centímetros mi contenido pastoso antes de extinguirse. Mis más de seis metros de intestino delgado no están nunca en completo reposo.
Se requiere de tres a ocho horas para digerir una comida. Después, dejo pasar el húmedo contenido al intestino grueso, que le extrae el agua y la devuelve a la sangre. Esto es de vital importancia. Si Juan perdiera los ocho litros segregados en la producción diaria de jugos digestivos, muy pronto se convertiría en una momia seca. Una vez recuperada el agua, queda un residuo semisólido que guardo en la parte de mi colon más cercano al recto.
En condiciones normales, el proceso de extracción del agua es lento: tarda de doce a veinticuatro horas. Muchas situaciones (tensión nerviosa, medicinas, procesosbacterianos) pueden acelerar mis movimientos y entonces Juan tendrá diarrea. En otros casos (como son las preocupaciones y la mala alimentación) mi actividad tiende a menguar o a detenerse casi, y entonces Juan presentará estreñimiento. De estos dos trastornos, la diarrea es más seria, porque puede llevarlo a una deshidratación grave.
Al igual que cualquier otro órgano, estoy sujeto al humor bueno o malo de Juan. Las emociones fuertes pueden detener por completo mis movimientos rítmicos. Y por eso a él no le interesa la comida cuando se enoja. Por lo que a mi toca, sería preferible que no comiera nada hasta que se calmara.
Como muchas personas de su edad, Juan tiene diverticulosis. Pero no lo sabe. Lo que sucede es que mis paredes se debilitan y forman salientes como burbujas (su tamaño puede ser como el de una uva). Estas protuberancias no importan mucho, a menos que se infecten. En este último caso se presenta la diverticulitis (la terminación itis significa inflamación), que, aunque es un padecimiento raro, puede ser grave.
La enteritis es una inflamación de mi recubrimiento interno, causada por virus, bacterias y sustancias químicas. Los síntomas son cólicos, náuseas y diarrea. Juan ha tenido enteritis muchas veces y la llama “catarro intestinal”, pero no hay tal enfermedad. Generalmente la inflamación desaparece con uno o dos días de reposo y dieta blanda.
La colitis ulcerativa-úlceras en el interior de mi intestino grueso- es otro demis múltiples males. No sé cuál es su causa. Si la ulceración es leve, puedo curarme con ayuda del médico, si es extensa, las úlceras pueden perforar mi colon y producir hemorragias. Esto no le ha sucedido a Juan, pero si le llegara a pasar, tendrían que hacerle una operación importante.
Como casi todas las personas, Juan se considera muy capacitado para curarse de los estreñimientos ocasionales. Pero yo preferiría que me dejara en paz. Juan debe tener muy presente que soy un órgano temperamental. Aunque me enforruñe unos días, no le pasará nada malo: notará una sensación desagradable de llenura, pero mis desechos no van a envenenarlo.
Ahora que ya no soy joven (como tampoco Juan), no digiero los alimentos con tanta eficacia como antes. En otro tiempo Juan podía comer de todo sin que yo protestar; ahora ya no es así. Sin embargo, no le pido que se sacrifique a una dieta.
Pero nos entenderíamos mejor si Juan observara siquiera algunas reglas de sentido común. Debería tener cuidado, por ejemplo, con los alimentos que producen mucho gas (cebolla, col, frijol) y evitar las comidas pasadas y grasosas. Debería comer mucha fruta, legumbres con hojas y cereales integrales; estos alimentos dejan residuos que me estimulan y ayudan. Debería beber más agua. Y quizá más que nada, debería evitar esas situaciones de tensión emocional que tanto me trastornan. Sé muy bien que pido mucho, pero es el precio que exijo para trabajar con un mínimo de quejas.
Soy el patito feo de la anatomía de Juan. Otros órganos se hacen notar mucho menos que yo. Siempre estoy recordándole a Juan que existo: con ruidos que lo incomodan, cólicos, excesos de actividad algunas veces y pereza en otras. Soy el tracto intestinal y mido ocho metros de longitud.
Juan tiene una idea vaga de mi; piensa que soy un tubo enrollado dentro de su cuerpo. Pero soy mucho más que eso. Preferiría que me describieran como una complicada fábrica transformadora de alimentos. Juan cree que me alimenta, pero soy yo en realidad quien lo alimenta a él. Casi todo lo que come le resultaría tan mortífero como el veneno de una víbora si pasara directamente a su corriente sanguínea. Yo hago aceptables los alimentos, los transformo en componentes normales de su sangre: en nutrimentos para los billones de células, en energía para sus músculos. Convierto el tocino frito de su desayuno en ácidos grasos y glicerina. Transformo las proteínas de la chuleta de carnero en aminoácidos. Cambio en glucosa los carbohidratos de su puré de papas. Sin mis poderes químicos, Juan se moriría de inanición aunque comiera hasta la saciedad.
Con excepción de la celulosa (de las cáscaras de nuez, de los tallos de apio, etc), digiero virtualmente todo lo que Juan come y lo paso en seguida a sucorriente sanguínea o linfática. Mis desperdicios finales están en parte compuestos de millones de bacterias muertas, de moco lubricante que he segregado y de restos de alimentos que no puedo absorber.
Mi estructura está maravillosamente adaptada a los procesos de la digestión. En primer término, junto al estómago está mi duodeno, que mide veinticinco centímetros de largo, le sigue mi yeyuno, con casi dos metros y medio de longitud y un diámetro de cuatro centímetros, luego, tres metros y medio de íleon, que es un poco más delgado y por último, metro y medio de intestino grueso. Mi porción superior está casi totalmente libre de microbios, pues los fuertes ácidos del estómago los matan a casi todos. Mi porción inferior, el intestino grueso, aloja un verdadero parque zoológico microbiano, con más de cincuenta variedades y un contingente total que llega a billones de bacterias.
Es bien sabido que la digestión empieza en la boca y en el estómago la boca muele, el estómago bate y revuelve. Desde el estómago me pasa un chorro de alimento a través de una válvula o compuerta. Un vaso de agua puede llegarme a los diez minutos de beberla, pero una chuleta de cerdo acaso tarde cuatro horas. El alimento que el estómago me pasa es muy ácido, si me llegara de repente o en cantidad excesiva, dañaría mi recubrimiento interior y neutralizaría la acción de mis importantísimas enzimas digestivas.
El problema del ácido lo resuelvo bastante bien. Mi duodeno produce una sustancia llamada secretina, que entra en la corriente sanguínea de Juan y estimula al páncreas para que produzca instantáneamente su alcalino jugo digestivo. Este jugo (alrededor de un litro al día) se vierte dentro del duodeno y neutraliza los ácidos. Si este proceso fallara, Juan sufriría lo que él le llama una úlcera del “estómago”. (En realidad, el 75% de las úlceras de este tipo se presentan en el duodeno). El jugo pancreático contiene también tres enzimas principales que desintegran las proteínas, las grasas y los carbohidratos para formar los sillares de la construcción orgánica.
Hay otros fluidos que constantemente se vierten dentro de mí y que tienen diferentes orígenes: dos litros de saliva al día, tres litros de jugo gástrico que proviene del estómago; bilis procedente del hígado (que desintegra los glóbulos grandes de grasa, convirtiéndolos en muchas gotitas más pequeñas, para que puedan actuar sobre ellas las enzimas pancreáticas), y dos litros de jugo intestinal que vienen de innumerables glándulas. En total ¡casi ocho litros!.
A simple vista, las tres proporciones del intestino delgado tiene el interior de aspecto aterciopelado. Sin embargo, el microscopio revela intrincados dobleces, cavidades y protuberancias. Si mi pared interior fuera totalmente lisa, tendría solamente medio metro cuadrado de superficie absorbente; pero en realidad tiene más de ocho metros cuadrados. Quizá mis componentes más importantes sonlos millones de vellosidades (proyecciones microscópicas en forma de dedos que salen de mis paredes). Su función es tomar de mi interior el alimento ya digerido y ponerlo en circulación par que llegue a todo el cuerpo de Juan (las proteínas y los carbohidratos, por su corriente sanguínea; las grasas por su sistema linfático).
En toda su longitud, mis paredes están recubiertas de complicados grupos de músculos. Un grupo produce un movimiento de oscilación (mi unión con la pared del abdomen es muy laxa) que bate el alimento con sus jugos digestivos. Cuando estoy trabajando, hago de diez a quince de estos movimientos por minuto. Otro grupo muscular produce una acción ondulante; las ondas hacen avanzar varios centímetros mi contenido pastoso antes de extinguirse. Mis más de seis metros de intestino delgado no están nunca en completo reposo.
Se requiere de tres a ocho horas para digerir una comida. Después, dejo pasar el húmedo contenido al intestino grueso, que le extrae el agua y la devuelve a la sangre. Esto es de vital importancia. Si Juan perdiera los ocho litros segregados en la producción diaria de jugos digestivos, muy pronto se convertiría en una momia seca. Una vez recuperada el agua, queda un residuo semisólido que guardo en la parte de mi colon más cercano al recto.
En condiciones normales, el proceso de extracción del agua es lento: tarda de doce a veinticuatro horas. Muchas situaciones (tensión nerviosa, medicinas, procesosbacterianos) pueden acelerar mis movimientos y entonces Juan tendrá diarrea. En otros casos (como son las preocupaciones y la mala alimentación) mi actividad tiende a menguar o a detenerse casi, y entonces Juan presentará estreñimiento. De estos dos trastornos, la diarrea es más seria, porque puede llevarlo a una deshidratación grave.
Al igual que cualquier otro órgano, estoy sujeto al humor bueno o malo de Juan. Las emociones fuertes pueden detener por completo mis movimientos rítmicos. Y por eso a él no le interesa la comida cuando se enoja. Por lo que a mi toca, sería preferible que no comiera nada hasta que se calmara.
Como muchas personas de su edad, Juan tiene diverticulosis. Pero no lo sabe. Lo que sucede es que mis paredes se debilitan y forman salientes como burbujas (su tamaño puede ser como el de una uva). Estas protuberancias no importan mucho, a menos que se infecten. En este último caso se presenta la diverticulitis (la terminación itis significa inflamación), que, aunque es un padecimiento raro, puede ser grave.
La enteritis es una inflamación de mi recubrimiento interno, causada por virus, bacterias y sustancias químicas. Los síntomas son cólicos, náuseas y diarrea. Juan ha tenido enteritis muchas veces y la llama “catarro intestinal”, pero no hay tal enfermedad. Generalmente la inflamación desaparece con uno o dos días de reposo y dieta blanda.
La colitis ulcerativa-úlceras en el interior de mi intestino grueso- es otro demis múltiples males. No sé cuál es su causa. Si la ulceración es leve, puedo curarme con ayuda del médico, si es extensa, las úlceras pueden perforar mi colon y producir hemorragias. Esto no le ha sucedido a Juan, pero si le llegara a pasar, tendrían que hacerle una operación importante.
Como casi todas las personas, Juan se considera muy capacitado para curarse de los estreñimientos ocasionales. Pero yo preferiría que me dejara en paz. Juan debe tener muy presente que soy un órgano temperamental. Aunque me enforruñe unos días, no le pasará nada malo: notará una sensación desagradable de llenura, pero mis desechos no van a envenenarlo.
Ahora que ya no soy joven (como tampoco Juan), no digiero los alimentos con tanta eficacia como antes. En otro tiempo Juan podía comer de todo sin que yo protestar; ahora ya no es así. Sin embargo, no le pido que se sacrifique a una dieta.
Pero nos entenderíamos mejor si Juan observara siquiera algunas reglas de sentido común. Debería tener cuidado, por ejemplo, con los alimentos que producen mucho gas (cebolla, col, frijol) y evitar las comidas pasadas y grasosas. Debería comer mucha fruta, legumbres con hojas y cereales integrales; estos alimentos dejan residuos que me estimulan y ayudan. Debería beber más agua. Y quizá más que nada, debería evitar esas situaciones de tensión emocional que tanto me trastornan. Sé muy bien que pido mucho, pero es el precio que exijo para trabajar con un mínimo de quejas.
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ResponderEliminara que horas lo busque 6:30 y no lo halle hasta orita
ResponderEliminarquién y de que grupo?
Eliminarya lo moví a donde debe estar, ya quedó.
hola
ResponderEliminarhola profe
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